Historia de un ojo morado





Por Rodrigo Moya*
La Jornada/ La Tercera Cultura. Sábado 10 de marzo de 2007
Y sigue la historia...

Tal vez Gabriel García Márquez sea el mas popular de los mortales, porque es asombrosa la cantidad de gente que en una reunión o fiesta cualquiera se refiere a él como "el Gabo", como si lo conociera de toda la vida. Algunos hasta lo llaman "el Gabito", pero en más de una ocasión he descubierto a ciencia cierta que dicha familiaridad es ficticia, y que quienes lo tratan con tal confianza quizás lo han leído de cabo a rabo, pero nunca han cruzado una palabra con él.

Mi madre, Alicia Moreno de Moya, sí que podía referirse a Gabriel García Márquez y a Mercedes Barcha, su esposa, como amigos muy cercanos, y referirse a él como mi Gabito o Gabo de mi alma, y a Mercedes como Meche linda, o mijita linda. Y es que Alicia era una colombiana de Medellín, una antioqueña de pura cepa, una auténtica paisa, como la defina el propio García Márquez. El y Mercedes la querían como una de los mejores representantes de la colombianidad en México.

En alguna de aquellas fiestas de intelectuales y artistas de destinos aún inciertos, el tal Gabo no me cayó muy bien que digamos. En plena reunión se tendió en uno de los sofás, la cabeza apoyada en el brazo acodado, y desde esa posición como de marajá aburrido sostenía escuetos diálogos, o emitía juicios contundentes o frases entre ingeniosas y sarcásticas. Estaban aún lejos Cien Años de Soledad y el Premio Nobel, pero el paisano de mi madre se comportaba ya con una seguridad y cierta arrogancia intelectual que no a todos agradaba. Poco después leí La Hojarasca, y luego Relato de un Náufrago, y El Coronel no Tiene quien le Escriba, y todo lo que escribiría a lo largo de los siguientes casi 50 años, y entendí por qué aquel tipo de bigote y gestos como de fastidio y pocas pero contundentes palabras podía recostarse en el sofá en medio de una ruidosa tertulia y decir lo que le viniera en gana.

Por aquellas tertulias en la casa materna fue que tuve cercanía amistosa con García Márquez, Mercedes y sus hijos pequeños Rodrigo y Gonzalo. Yo sí tenía el derecho de llamarlo Gabo, pero nunca llegué a llamarlo Gabito, pues de alguna manera lo he visto como un gigante al que no le van los diminutivos.

Por eso, fue natural que el 29 de noviembre de 1966 el Gabo apareciera por mi apartamento en los Edificios Condesa, para que le tomara algunas fotografías para ilustrar la solapa o la contraportada del libro que había terminado después de dos años de trabajo, y estaba ya en manos de los editores. El saco que había escogido Gabo para aquella sesión era despampanante, y estuve tentado de sugerirle mejor una foto en camisa arremangada, o prestarle una de mis chamarras, pero usaba la prenda con tal naturalidad que adiviné que la amaba, y así las fotos se hicieron a su manera. La foto era para Cien Años de Soledad, cuya edición se preparaba en Buenos Aires. Pero nadie sabía, quizás ni él mismo, lo que ese título significaría en la historia de la literatura.

Diez años más tarde, el 14 de febrero de 1976, volvió a tocar el timbre de mi casa, en la colonia Ñapóles, para que le tomara otras fotos. Esa vez lo notable no era el saco de cuadritos, sino el tremendo hematoma en el ojo izquierdo y una herida en la nariz, causados por el puñetazo que dos días antes le había propinado su colega y hasta ese momento gran amigo Mario Vargas Llosa.

El Gabo quería una constancia de aquella agresión, y yo era el fotógrafo amigo y de confianza para perpetuarla. Claro que pregunté azorado qué había pasado, y claro también que Gabo fue evasivo y atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que el autor de La Guerra del Fin del Mundo se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha, mientras que el escritor que seis años después recibiría el Nobel seguía fiel a las causas de la izquierda. Su esposa Mercedes, quien lo acompañaba en aquella ocasión luciendo enormes lentes ahumados, como si fuera ella quien hubiera sufrido el derechazo, fue menos lacónica y comentó con enojo la brutal agresión, y la describió a grandes rasgos: en una exhibición privada de cine, García Márquez se encontró poco antes del inicio del filme con el escritor peruano. Se dirigió a él con los brazos abiertos. ¡Mario...! Fue lo único que alcanzó a decir, porque Vargas Llosa lo recibió con un golpe seco que lo tiró sobre la alfombra con el rostro bañado en sangre. Con una fuerte hemorragia, el ojo cerrado y en shock, Mercedes y amigos del Gabo lo condujeron a su casa en el Pedregal. Se trataba de evitar cualquier escándalo, y el internamiento hospitalario no habría pasado desapercibido. Mercedes me describió el tratamiento de bistecs sobre el ojo, que le había aplicado toda la noche a su vapuleado esposo. Es que Mario es un celoso estúpido, repitió ella varias veces cuando la sesión había devenido en charla o chisme.

Según los comentarios que recuerdo de aquella mañana, mientras ambas parejas vivían en París, los García Márquez habían tratado de mediar en los disturbios conyugales entre Vargas Llosa y su esposa Patricia, acogiendo sus confidencias. Como suele suceder, los consejos o comentarios de la pareja colombiana rebotaron hacia Vargas Llosa cuando éste volvió al redil y se reconcilió con su esposa. Y lo que sea que se hubiese dicho o sucedido, el caso es que el peruano se sentía gravemente ofendido, y su furia la resolvió de aquella manera expedita y salvaje. Guarda las fotos y mándame unas copias, me dijo el Gabo antes de irse. Las guardé 30 años, y ahora que él cumple 8o, y 40 la primera edición de Cien Años de Soledad, considero correcta la publicación de este comentario sobre el terrorífico encuentro entre dos grandes escritores, uno de izquierda, y otro de contundentes derechazos.

*Fotógrafo mexicano nacido en Colombia.
www.santagula.blogspot.com